Creo que hemos confundido a la gente cuando hablamos del BICENTENARIO de la INDEPENDENCIA en 2010. Lo que en este año celebramos son los 200 años del inicio de la guerra de Independencia, no su consumación, más de una década después.
Aun así, la efeméride es propicia para recordar el difícil alumbramiento del país como nación soberana; para refrendar nuestra lealtad a los valores esenciales y elevados propósitos que animaron la gesta insurgente; y rendir homenaje a los héroes, hombres y mujeres, que ofrendaron sus vidas para hacer posible la Independencia Nacional.
Para entender mejor su valor histórico, la Independencia Nacional NO fue:
a) Una transición armónica y mutuamente convenida entre la potencia imperial y la colonia oprimida. La Independencia fue, por el contrario, un largo y enconado proceso de rompimiento con la península y la dolorosa gestación de decisiones, formación de fuerzas militares y acuerdos políticos internos, para sacudirnos el régimen colonial y constituir a México como entidad nacional soberana.
b) Tampoco una súbita inflexión histórica donde, en un momento, como Nueva España, éramos súbditos de la Corona Española; y, en otro, una nueva Nación autónoma, diferente de la vieja España, de ciudadanos mexicanos libres con territorio, instituciones y leyes propias. Por el contrario, fue una cruenta lucha que se prolongó por más de dos décadas, entre el inicio de la guerra insurgente, con Don Miguel Hidalgo a la cabeza y la consolidación del triunfo militar, que trascendió a la propia declaración de Independencia en 1821, y se consolidó hasta el retiro del último bastión español en suelo mexicano, al abandonar la fortaleza de San Juan de Ulúa, 15 años después, en noviembre de 1825.
C) No fue resultado de la ruptura entre dos fuerzas monolíticas, organizadas y estables, el Imperio Español, por un lado, y la Nueva España ávida de la emancipación colonial, por el otro, en la que cada una hubiera tenido claras sus prioridades, lealtades y líneas de mando.
En realidad fue una época de turbulencias y fracturas políticas en ambos lados del Atlántico:
En el caso de la península, derivaron en la pérdida de legitimidad de la monarquía española por la invasión francesa y la abdicación de Carlos IV en favor de Napoleón Bonaparte, que se extendió desde 1808, hasta la reinstauración del constitucionalismo en 1820, pasando por la “revolución hispánica” en contra de los invasores, que llevó a la promulgación de la Constitución de Cádiz en 1812, -derogada al regreso de Fernando VII en 1814- y a la propia desintegración del imperio.
En la Nueva España, esos acontecimientos debilitaron el poder virreinal y propiciaron el fin del pacto colonial. De 1808, con el golpe de Estado al Virrey en el ayuntamiento de la Ciudad de México, a 1821 con la declaración de Independencia, se acentuó el encono entre españoles europeos y criollos; hubo no una, sino varias insurgencias, muchas de ellas desvinculadas y hasta enfrentadas entre sí; se formaron y desaparecieron órganos independentistas de gobierno, como la Suprema Junta Nacional Americana de 1811, el Congreso de Chilpancingo de 1814 o la Junta Provincial Gubernativa de 1821; y se enarboló desde el republicanismo en el Decreto constitucional de 1814, hasta la monarquía en el Plan de Iguala de febrero de 1821.
La Independencia Nacional no fue la realización de un plan político preconcebido que, de principio a fin, se haya cumplido al pie de la letra. Por el contrario, fue el fruto de la construcción, la pugna y la conciliación de intereses y proyectos diversos, no pocas veces antagónicos, que si bien tuvieron en común el rechazo al mal gobierno, la idea de emancipación del dominio de la península y la abolición de la esclavitud, se debatieron entre el pensamiento conservador y las ideas liberales, entre monárquicos y republicanos, centralistas y federalistas.
Si bien la república y el régimen federal terminaron por imponerse, lo cierto es que, en palabras de Edmundo O’ Gorman, “el proceso forjador del ser nacional …implicó una lucha interna entre dos tendencias…de tal suerte que, en definitiva, el germen de México incluía, no uno, sino dos Méxicos distintos…(era) el inevitable y sordo conflicto, no de ambiciones e incapacidad –según han querido interpretarlo algunos- ni de malévolas influencias externas –como han pensado otros- sino el de dos posibles maneras de ser, trabadas en el mutuo intento de afirmarse la una en la exclusión de la otra”.
Para la Independencia Nacional, por esa razón, lo mismo fueron fundamentales el Bando de Don Miguel Hidalgo, con el que declaró abolida la esclavitud de diciembre de 1810 y el Acta de Independencia de 1813; que decisivos el Plan de Iguala y los Tratados de Córdoba de 1821. A la luz de la historia, todos ellos son, entre muchos otros, pronunciamientos que diferían en las fórmulas institucionales propuestas, pero no en el sentido emancipador que se propusieron alcanzar.
Así como el Plan de Iguala es el pacto político militar culminante que selló la alianza para alzar con el triunfo a las fuerzas independentistas; la firma de los así llamados “Tratados de Córdoba” significó, en los hechos, el fin del régimen colonial. Ciertamente las Cortes Españolas negaron todo valor a los compromisos adquiridos por el representante del Rey, pero en la realidad lo que se impuso fue lo pactado en Córdoba, el 24 de agosto de 1821.
Es ese valor y esa la trascendencia histórica del pacto mediante el que pronunció “la Nueva España su independencia de la antigua”, que la sociedad del municipio veracruzano de Córdoba reconoce y se afana en reivindicar para que la Nación lo consagre y conmemore como uno de sus momentos fundadores decisivos.
Para los cordobeses, el Bicentenario de la Independencia significa, sin duda, la celebración del constitucionalismo, de la abolición de la esclavitud, del triunfo de las ideas liberales y del nacimiento de México a la vida independiente; pero también implica evocar un origen, que es también un sentido de identidad:
Como veracruzanos sabemos que nuestro estado fue escenario y protagonista de páginas enteras en la gesta independentista; como cordobeses, la batalla del 21 de mayo de 1821 en la que la insurgencia derrotó a las fuerzas realistas, y que hizo de la ciudad el escenario natural para la firma de los Tratados de Córdoba, son hechos que, para nosotros, significan el preludio de la consumación de la Independencia.
La conmemoración del Bicentenario de la Independencia Nacional y del Centenario de la Revolución Mexicana, debe servir a México, no para recrear pugnas históricas y abrir las viejas heridas, sino para reconciliar tanto nuestro pasado prehispánico con el pasado colonial, como las distintas visiones del México independiente, sin duda la mayoría legítimas, que existen hasta nuestros días.
Por todo lo anterior, es de proponerse que México reconozca y valore en los Tratados de Córdoba firmados el 24 de agosto de 1821 en la Villa del mismo nombre en el estado de Veracruz, un paso preliminar decisivo en el proceso de gestación de la Independencia Nacional y que, de esta manera se revalore también a los cordobeses que, durante la guerra de Independencia en 1821, hicieron resistencia a las fuerzas realistas del coronel Manuel Hevia, en defensa del Plan de Iguala y del Ejército Trigarante, lo que generó que, por decreto de 1880, se le concediera el título de Heroica la ciudad de Córdoba.
Exhortemos al Presidente de México a que, como parte de los actos de celebración del Bicentenario de la Independencia Nacional, decrete la inclusión en el calendario cívico nacional al día 24 de agosto de cada año, como la fecha en la que se habrá de recordar que fueron firmados los Tratados de Córdoba.
¡Córdoba y los cordobeses lo queremos… y lo merecemos!
¡Que todo México lo reconozca! Y que ¡Viva México!
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